miércoles, 20 de junio de 2012

La revolución tecnológica tenía un precio



Llenos de ellos están las webs, los emails de trabajo, las cartas de los restaurantes, las invitaciones a eventos, los blogs...y hasta los periódicos: estoy hablando de los errores ortográficos. Las faltas de ortografía están en todas partes. Si a todo ello sumamos una pérdida generalizada de competencia en la expresión oral, la situación intelectual española es, cuanto menos, preocupante. La comunicación se ha visto, paradójicamente, amenazada por la revolución tecnológica del 2.0.

Comenzamos por ser permisivos con los sms, las dichosas abreviaciones, las redes sociales y las esferas "no oficiales" que parecían tener licencia para escribir sin ningún patrón ortográfico. Poco a poco esto se convirtió en algo socialmente aceptado y hoy en día la línea que separa al ignorante del que dice hacerlo para abreviar, es prácticamente imperceptible. Ello ampara cualquier aberración y atentado al diccionario encubierto por el clásico "era para abreviar, ya sé que no se escribe así", y yo pienso "ya, ya, claro". Esta situación ha degenerado en una pérdida de rigor ortográfico que pese a que empezó siendo graciosa, ahora es alarmante. 



Que la educación sufre una crisis galopante no es novedad. Es cierto que parece poco popular preocuparse ahora por la cultura, cuando el país se tambalea y las perspectivas de futuro no son precisamente alentadoras. Pero del rescate y la prima de riesgo ya hablarán otros por mí, así variamos un poco. Estaríamos hablando de un mal menor, sobre todo porque ahora mismo todo lo que no puede ser calibrado en términos de rentabilidad puede esperar. Aún así, no estaría de más echar un vistazo a la crisis de identidad del país, que podría ser en menor medida, según se mire, una de las múltiples causas de la consabida crisis económica: la actitud de todos.

Escribir sin cometer faltas de ortografía no da dinero, ni siquiera puedes perder tu empleo por un fallo ortográfico, y es más, hasta el rotativo más leído de España ha llegado a presentar en algunas ediciones faltas de ortografía en su portada, por no hablar del interior del periódico, en el que hay errores a diario. Pero en portada es más grave porque denota no sólo la ignorancia propia del error en sí, sino que también hay implícita una cierta dosis de desidia. La desidia de no repasar las cosas dos veces, en definitiva la de no hacer el trabajo bien hecho. Quizás esto sea un fiel reflejo de lo que le ha ido sucediendo a esta sociedad que ahora grita presa del pánico en busca de un bote salvavidas mientras contempla aterrada como el barco se hunde. Siempre se busca la culpa ajena, y ni siquiera somos rigurosos con el trabajo propio, por ir deprisa, por terminar lo antes posible, por no llegar al fondo de las cuestiones. Y de ello hemos hecho una forma de entender la vida.

Está claro que en muchos ámbitos es una batalla perdida, como por ejemplo en las redes sociales, los sms, o en general entre la gente joven, lo cual es una lástima. Pero qué queremos, si la lectura ni siquiera figura entre la lista de las 100 actividades preferidas de los jóvenes españoles. Pero cuando la cosa ya pasa a los profesionales de las letras, el problema toma tintes de gravedad. La gente no lee. No digo ya novelas, la gente no lee ni los periódicos. Internet se ha cargado el romanticismo del papel, y con él el valor de las cosas bien hechas. Hoy en día se da más importancia a ser el primero en publicar algo que a ser el que publica lo mejor. Y creo que eso es suficientemente elocuente.

Quizás se podría maquillar esta carencia si los que no saben escribir tuvieran el don de la palabra, pero estamos en las mismas: para ser un buen orador hay que haber leído mucho, para así tener recursos gramaticales y riqueza léxica. Hoy en día los buenos oradores se cuentan con los dedos de una mano, y el gran público antes que escucharles prefiere oír una rueda de prensa de un futbolista (grandes maestros de la palabra, claro que sí).

Así las cosas, me pregunto qué herencia les vamos a dejar a las generaciones futuras, qué lengua les vamos a enseñar, pues está en juego una cuestión de identidad de nuestra cultura. A este paso quizás acabaremos por eliminar las letras y dejarlo todo a la suerte del mensaje oral (y veremos qué versión de mensaje oral). Vence la inmediatez, pierde la profundidad y la gran derrotada es la cultura. La revolución tecnológica que ha vivido la comunicación ha deteriorado el contenido de la misma. Parece que lo que hemos ganado por un lado lo hemos perdido por otro.