Cumplir 25 años puede ser un recuerdo de épocas
mejores para muchos. Otros, aquellos que cuentan con una década más, lo ven con
nostalgia, como el punto de partida de aquel tren que no se atrevieron a coger.
Los que sobrepasan la barrera de las 4 decenas prefieren verlo como una época
díscola para la que piensan, de forma adultamente pueril, que ya no tendrían
cuerpo ni mucho menos alma para vivir; prefieren pensar en una dulce
decadencia, más mental que física, hacia el medio siglo. Pero para el que los
cumple es la oportunidad y el reto de no seguir sumando años en balde y de
hacer cosas para las que nunca más habrá cabida.
Ya no hay hoja de ruta ni recetas. No hay un ‘cómo’ predeterminado,
sino que debes ser tú el que escriba y trace tu porvenir. Hasta ahora nos ha
acompañado el amparo del colegio donde la fórmula era sencilla (ocho horas de
pupitre, actividad vespertina casi siempre relacionada con el deporte y
solventar los deberes); y la universidad, donde pese a la grandilocuencia infundida
por el propio concepto y la falsa libertad con la que se concibe, avanzábamos
por un camino también marcado. Quizás más agreste y salvaje que el de la
escuela, por estar más expuestos a nuestras inseguridades, pero al fin y al
cabo, camino.
Ahora no. Ahora toca pisar terreno virgen, lugares que ni sabíamos que
existían y guiarse por el instinto y los consejos de una experiencia que nada
nos garantiza que vaya a llevarnos hacia el mejor destino. Es tiempo de
explorar, de moverse y de darse bofetadas, pues están para ser recibidas. Los
límites de la vida no están para ser delimitados si no para ser desafiados. Es
momento de empezar a vibrar con la sensación de estar en movimiento, de estar
avanzando. Hoy nadie te asegura que 1+1 será igual a dos. No hay que tener
miedo, es una oportunidad para agarrar el toro por los cuernos y echarse a
andar. Se puede caminar sin una meta concreta, pero en ese caso hay que hallar
la forma de dotar de sentido al camino, que cada paso aunque no busque un fin
concreto sí nos ayude a ser mejores caminantes, a adquirir experiencia y a
llenar la mochila de cosas útiles y vaciarla de lastres que sólo dificulten el
andar. Ser un buen caminante nos aportará ese rodaje que nos ayudará a
identificar las oportunidades. Me acuerdo aquí de Machado, que algo de razón
tendría, digo yo.
El caminante de Giacometti. |
Evidentemente cualquier fecha es simbólica, no hay
un programa de cuándo o cómo se deben hacer las cosas, sino que éstas deben
hacerse cuando uno las siente. Pero quizás aprovechando la redondez de la
efeméride, vale la pena hacer un alto en el camino, echar un vistazo atrás y
darse cuenta de la cruel velocidad a la que ha pasado el último lustro, y tomar
nota porque la percepción del paso del tiempo hasta los 30 (de nuevo un
simbolismo, ante una cifra que no es más que eso) será fugaz.
Es el momento de dejar de ser hijos en el sentido
más paternalista de la palabra y de vivir sin ser aún padres (aquellos que
anhelamos y aspiramos a serlo algún día). Es el momento para ti, y no tienes ni
idea de cuándo terminará. Madurar es un proceso largo, siempre de alguna forma
inconcluso, y esa falta de techo es lo que hace que siempre quepa un lugar para
seguir creciendo, buscar nuevos retos y tratar de corregir rumbos hacia los que
los dejes más perniciosos de nuestro carácter nos hayan podido llevar. Madurar
es tener una firme voluntad de mejorar, pero previo a mejorar hay que
identificar la posible mejoría, tarea no siempre fácil.
Considero imprescindible ahondar en lo más profundo
de uno mismo, tratar de hallar todas las incongruencias que conviven en nuestro
interior y aun con la posibilidad de fracasar, nada como sentir que en algún
momento de tu vida has luchado por tus sueños, sin miedo a lo demás. Sentirse
vivo, sentir la amenaza de cagarla que te coge del cuello, pero que al mismo
tiempo hace que te recorra el cuerpo ese cosquilleo de las grandes ocasiones
que muchos morirán sin haber sentido nunca. La estabilidad no es una balsa de
aceite, como muchos piensan, si no que paradójicamente es una permanente montaña rusa, que es lo que nos vamos a encontrar en la vida. Alinear lo que quieres
con lo que eres no es un ejercicio sencillo, porque implica aprender a renunciar
a metas que quizás nunca han sido las nuestras. Es identificar nuestro éxito y
perseguirlo, y tener claro que cada uno tiene el suyo esperando ser alcanzado. Nacer sin una marcada vocación no es un
drama; sí lo es, en cambio, no tener sueños que cumplir.
No bucear en nuestro interior es una huida hacia adelante, es esperar que las
cosas se pongan solas en su lugar, es no querer verle las orejas al lobo y
tarde o temprano la bofetada llegará. Cuanto más tarde, más repentina será, más
fuerte, más letal. Es cómodo pensar que el tiempo lo acabará poniendo todo en
su sitio, pero cuidado, porque entonces podría ser que nuestro sitio no sea el
que esperábamos. Pero lo que es seguro es que no será el que nosotros hemos
decidido. El peor engaño es el que
cometemos con nosotros mismos y la infidelidad cuando más duele es cuando la
realizamos sobre el propio ser.
Vivimos en la eterna preparación del futuro como forma de borrar y negar
nuestro pasado y en ello el gran
ausente, el olvidado, el que cae en el ostracismo es nuestro presente. Concebimos el futuro como una
reparación de algo que quizás nunca se rompió. Caemos en el arrepentimiento sin
valorar el crecimiento interior que hay (o debería haber) intrínseco en cada
uno de nuestros errores ya cometidos. Aunque cueste aceptarlo, nuestro pasado
es lo que nos hace ser hoy como somos. Sin importar si es un pasado feliz o
dramático. Ponemos nuestro presente al
servicio de un futuro que ni siquiera sabemos cómo se manifestará. Vivimos
con miedo a no llegar a conseguir aquello que consideramos (a veces de forma
poco analizada) éxito, creyendo que su consecución compensará cualquier medio
utilizado para lograrlo: una suerte de maquiavelismo
contra el propio ser. Y en eso se nos van años que, obviamente, no volverán.
Ningunos tan preciados como los de la juventud, exentos de verdaderas
responsabilidades morales y vírgenes de fracasos (y triunfos) necesarios para
crecer. El miedo no debe ser al fracaso,
porque de éste se forja la vida de uno; el miedo debe ser a la incómoda
pregunta del "¿y si hubiera hecho....?". La inamovilidad es el
disfraz más cutre y barato del miedo, el enemigo número uno del éxito.
Inamovilidad es conformismo, es cobardía y es no saber disfrutar de las buenas
tormentas, de los temporales de olas, si no ir al estanque de forma mediocre a
ver la balsa de aceite que cada mañana se despierta igual.
Leyendo a Ángel Gabilondo encontré una reflexión
interesante acerca de las relaciones de pareja. Venía a hacer un símil con el
acto de nadar. A menudo buscamos comparar el amor con volar con otra persona,
con la magia, y desde luego parte de ello tiene, sobre todo el enamoramiento más
que el amor propiamente dicho. Pero el día a día, el amor, el quererse, pasa por mimar el presente. No vivir de
rentas de un pasado mejor ni de sueños o inciertas intuiciones de futuro.
Cuando uno nada no está por encima del agua, está EN el agua, se introduce en ella.
En el agua uno tiene que estar permanentemente en movimiento para no hundirse,
igual que en las parejas, cuya relación debe mimarse día a día y no a
trompicones con viajes o planes de futuro que intenten mejorar etapas pasadas
más grises. Me pareció una metáfora sublime que invita a vivir el presente.
Pero no como un irresponsable carpe diem, si no entendiendo el concepto ‘mortal’ más allá de que nos vamos a
morir algún día, como lo que es: hacer de cada momento la irrepetibilidad de
lo vivido.
A mis 25 años, le declaro la guerra a vivir pensando en el viernes, o
en las vacaciones. A pensar que el único sentido que tiene mi mes laboral es el
día que me ingresan la nómina. A mi edad es demasiado mediocre, no he nacido
para conformarme con la tranquilidad de la balsa
de aceite. Es momento de que pasen cosas, de ser valiente. Elijo elegir. Elijo ser dueño de
las bofetadas que me pueda dar, antes de que me las dé una mano ajena, o que me
sean dadas con carácter retroactivo. Mi
éxito probablemente no pasa por ser internship, junior, senior y socio, ni
vestir corbatas de la via Condotti de Roma, ni asistir a comidas sobre cosas
que “no me ponen” para poder obtener “algo que no he soñado”. Mi verdadero triunfo,
el sueño que he ido forjando a lo largo de estos años de educación y de ir
madurando es poder algún día decir que he hecho en vida lo que he querido.
Y no debe entenderse eso como que pretendo vivir en una hamaca, tomando
Daikiris y bronceándome esperando el día en que se me alineen los astros para
levantarme. Sino como que quiero poder decir que he hecho aquello para lo que
YO nací. Para sentir eso, como decía, es imprescindible conocerse, tarea
harto complicada y uno de mis retos del día a día. Reto no siempre agradable,
por querer tachar aquellas cosas con las que más en disonancia estás y que sin
embargo ves que más caprichosamente están anquilosando tu carácter. Aprender no
es tachar, es reinterpretar con más información que antes. Es la vía pacífica
de actuar por encima de la belicosa. Es la afirmación
por encima de la negación. No se
trata de destruir lo que no nos gusta de nosotros, se trata de proponer
alternativas, de crear.