Subo la ventanilla para
contemplar la costa catalana. Reconozco nítidas las Islas Medas, reinando sobre
un Mediterráneo probablemente agitado en esas zonas del litoral gerundense.
Pals, Begur, y sigo bajando por la Costa
Brava. Preciosa a esta hora de la tarde (qué coño, y
siempre). Pronto termina para dar paso al Maresme: más monótono, más lineal...para finalmente sobrevolar el puerto olímpico y la torre Mapfre donde mis viejos
amigos estarán tecleando los últimos emails del día.
Seguramente entre toda la maraña
de edificios que pueblan el pie de la montaña barcelonesa, estará el abuelo
tomando una cerveza en el balcón de su casa, acompañado de sus inseparables
cacahuetes Eagle y disfrutando, caluroso como es él, de la brisa casi nocturna de esta tarde
de las postrimerías del mes de junio barcelonés.
Mientras tanto, miles de turistas
juegan a voleibol o se forran a caipirinhas en la playa de la
Nova Icària o Barceloneta, exponiendo sus
carteras y otros enseres de menor valor a los miles de ladronzuelos (a los que me abstendré de poner nacionalidad) que buscan hacer el agosto.
A la altura de Castelldefels mi
madre y hermana desafían a la DGT
volando sobre el asfalto. Dios quiera que, por el bien de todos, sea la segunda de las dos la que conduzca.
Al tiempo que el calculador Diego
chequea en cualquier aplicación de última generación el status de mi vuelo,
mientras busca una plaza de parking para aparcar su coche en la terminal. Es más,
a estas alturas ya debe saber cuándo hicieron la comunión los hijos de la
azafata sobrecargo, pues el chaval es muy ducho con esto de los smartphones. Llevamos
año y medio sin vernos, más que por la indecente ventanilla de Skype, la mayor
fuente de cariño material del expatriado.
Algo variará, pero no creo que me
haya equivocado mucho, la vida sigue igual en mi querida Barcelona. Ja sóc aquí.